Elizabeth Villanueva Jurado
Dos de las principales características de la modernidad se constituyeron a partir de cismas: la separación del poder político del poder económico y la separación del poder político del poder ideológico. Sin embargo, el desarrollo de la modernidad implicó no sólo procesos políticos, sino también sociales que transformaron la configuración misma de las sociedades. Para entender este proceso, realizaré un breve recorrido respecto a la importancia de la religión en el desarrollo de las sociedades humanas, cómo se constituyó el proceso de secularización y su relación con la Modernidad y el Estado-nación.
Para el pensamiento durkhemiano, la religión es un sistema de creencias y prácticas relativas a lo sagrado (es decir, aquello que se encuentra separado en la esfera de la realidad no ordinaria) que une a aquellos que se adhieren a él como una comunidad moral. Esta concepción se complementa con los argumentos de Schutz, que refieren a la existencia de múltiples realidades. En primera instancia, se encuentra el mundo de la cotidianeidad, que tiene forma a partir de un interés pragmático y práctico, y cuya actividad primordial es el trabajo. Este mundo determina el tiempo y el espacio normal o estándar, y se encuentra fundamentado en una ansiedad existencial frente a la posibilidad de la muerte[1].
El mundo cotidiano se encuentra separado y confrontado con otros mundos, como los de la religión o los sueños, que son considerados como “menos reales” que el mundo del trabajo, pero al mismo tiempo desafían los órdenes construidos por él. Se trata de mundos relacionados con lo que trasciende al individuo, que son un fin en sí mismos y no un medio para la reproducción del trabajo. Estos no están delineados claramente, sino que diversos sentidos se traslapan entre ellos. Una persona u objeto puede ser reconocido de formas diferentes y tener significados distintos en el mundo cotidiano y en un mundo trascendental[2]. Pero es precisamente esta forma de pensamiento, esta capacidad que el individuo y la colectividad tienen de construir y reconocer la trascendencia simbólica, lo que permite que exista una pausa necesaria para salir del mundo del trabajo por ciertos momentos y romper su ritmo incesante.
La esfera de lo religioso es en donde convergen la esfera de la experiencia y la esfera de la representación. Bellah toma un enfoque unitario, que explica cómo la experiencia pura y la forma cultural mantienen una relación dialéctica que ayuda a trascender la visión dualista. Esta relación se convierte en la base para las representaciones religiosas (en tanto el hecho unitivo las trasciende, pero las necesita para ser comunicable). En este sentido, las representaciones religiosas responden a una tipología específica: a) representaciones unitivas, b) representaciones enactivas, y c) representaciones simbólicas. En el centro de las primeras se encuentra el hecho unitivo mismo que puede ser individual o colectivo, y usualmente se define a partir de los rituales realizados. La segunda categoría son las representaciones enactivas, que refiere a hábitos de acción que incorporan la premisa de hacer es saber. Los hábitos sensomotores se convierten en una representación; las representaciones se dan a partir de lo que actuamos y hacemos[3]. Por último, la representación simbólica hace posible la integración entre el ser y el mundo, pues permite la asimilación de las necesidades y deseos del individuo.
El desencantamiento del mundo planteado por Weber explica cómo la lógica de la modernidad llevó a cabo un “vaciamiento” de valores fuera de la razón instrumental, desencadenado por cuatro eventos: la Reforma Protestante, la formación de los Estados modernos, el crecimiento del capitalismo moderno y la revolución científica moderna temprana[4]. El programa cultural y político de la modernidad implicó que el ser humano ya no se encontraba atado a su destino y podía transformarlo con base en su conciencia y actividad.
Este programa tuvo dos elementos centrales: el individuo que podía tomar roles diferentes y de la existencia de un mundo más allá de su comunidad, y, derivado de esto, la conciencia de ser parte de comunidades que se encontraban en constante cambio y existían más allá de lo local. Religiones, movimientos migratorios y diaspóricos se convirtieron en elementos centrales a pesar de la preeminencia de la participación autónoma de los miembros de la sociedad en el orden político y social[5]. En este sentido, la construcción de identidades colectivas transformó también la esfera pública, pues comenzaron a expresarse en términos de luchas y contestaciones.
En otro sentido, cierto es que la secularización, como diferenciación (laicización), y la consecuente modernización social implica un proceso de diferenciación entre las esferas seculares (Mercado, Estado, Ciencia) y la esfera religiosa que apuntalan la laicidad, entendida como un régimen social de la convivencia, cuyas instituciones políticas están legitimadas principalmente por la soberanía popular y ya no por elementos religiosos[6]. Rasgos importantes como la separación de la Iglesia y el Estado, la afirmación de la pluralidad religiosa, el ejercicio de la tolerancia, el incremento de la libertad de credo y la neutralidad del Estado en materia religiosa —características típicas del Estado laico— surgieron a partir de la superación de la principal función política de la religión: facilitar la integración social y la unidad nacional en virtud del ejercicio legitimador que otorgaba el adoptar y compartir un credo determinado[7].
La modernidad, entonces, se institucionalizó en el nacionalismo y el Estado-nación, conjuntando un tipo específico de organización política (el Estado territorialmente soberano) con un tipo específico de identidad colectiva: la comunidad imaginada o nación[8]. Para algunos autores[9], la modernidad implicó una agitación de los presupuestos normativos sobre los que descansaba la legitimidad del poder político: un Estado liberal, secularizado y separado completamente del factor religioso y la tradición, encontraría dificultades para mantener la cohesión interna y se debilitaría. Ante esto, Anderson argumenta que la solución para evitar la desintegración del grupo dentro de un espacio territorial determinado fue el desarrollo del nacionalismo, que algunos otros autores[10] han caracterizado, incluso, como una religión civil, retomando y reconstituyendo el término rousseauniano. La Razónilustrada se convertiría en aquella que regiría lo público, deviniendo éste en un espacio de reflexión cuyos atributos morales derivaban necesariamente de la naturaleza humana: el modelo ideal serían los derechos humanos[11].
[1] Robert Bellah. Religion in Human Evolution. (The Belknap Press of Harvard University Press, 2011).
[2] Ibid.
[3] Ibid.
[4] José Casanova. Genealogías de la secularización. (Anthropos, 2012).
[5] Schmuel N. Eisenstadt. “Some observations on Multiple Modernities”. En Sachsenmaier & Riedel (eds.), Reflections on Multiple Modernities. European, Chinese and Other Interprétations (Brill, 2002).
[6] Roberto Blancarte. “El Estado laico y Occidente”. Revista Mexicana de Ciencias Políticas y Sociales, 2009, 61, 226, pp. 141-157.
[7] Ibid.
[8] Matthias Koenig. “Politics and religion in European nation-states: institutional varieties and contemporary transformations”. En Giesen & Suber (Eds.), Religion and politics: cultural perspectives (Brill, 2005).
[9] Andrea Greppi. “Laicidad y relativismo. Diálogos sobre lo que tiene que estar dentro y lo que queremos dejar fuera de la esfera pública”. Salazar Ugarte & Capdeville (Coords.), Para entender y pensar la laicidad (IIJ-UNAM/Cámara de Diputados/IFE/Miguel Ángel Porrúa, 2013); Benedict Anderson. Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. (FCE, 2006).
[10] Robert Bellah & Phillip Hammond. Varieties of civil religion. (Wipf and Stock, 2013).
[11] Judit Bokser Liwerant. Ética y diversidad: viejos interrogantes y nuevos desafíos. Estudios 42, 1995, 31-48.