Saltar al contenido

Después de Francisco. ¿Continuidad o restauración?

David Vilchis

El mundo ha perdido a una de las figuras más influyentes de los últimos tiempos: el Papa Francisco. Su muerte marca el final de un pontificado que, para bien o para mal, nunca dejó indiferente a nadie. Desde el primer momento, Francisco dejó claro que su liderazgo sería diferente al de sus predecesores. Fue un Papa que abrazó las calles, que puso el énfasis en los descartados y que no temió desafiar las estructuras de poder, dentro y fuera de la Iglesia. Su pontificado, marcado por una profunda preocupación social, generó admiración en muchos, pero también críticas feroces en sectores más conservadores. Con su partida, la Iglesia se enfrenta a un momento crucial: ¿qué rumbo tomará el próximo sucesor de Pedro?

Particularmente, este cambio sucede en medio de un contexto político interesante y problemático, pues en años recientes, el mundo ha sido testigo de un inquietante retorno de la ultraderecha. Desde Milei en Argentina hasta Trump en Estados Unidos, pasando por el auge de partidos de extrema derecha en Europa, el péndulo político parece inclinarse con fuerza hacia posturas reaccionarias. Este giro global plantea una pregunta inevitable: ¿veremos un efecto similar en la Iglesia Católica? Para muchos, dentro de lo que cabe, el Papa Francisco representó una visión progresista, al menos en comparación con sus predecesores. Su énfasis en la justicia social, su apertura hacia los migrantes y su crítica al capitalismo desbocado lo convirtieron en una figura incómoda para sectores más conservadores. Ahora, con el cónclave a la vuelta de la esquina, la duda se instala: ¿llegará el bumerán conservador a la Sede de Pedro?

Pero para entender si la Iglesia pudiera inclinarse hacia una postura (aún) más conservadora en la elección del nuevo Papa, es necesario explicar primero este fenómeno de “bumerán” o “péndulo” político. Diversos estudios han señalado que el ascenso de la ultraderecha en el mundo responde, en gran parte, a una reacción contra el multiculturalismo y la globalización. Cas Mudde (2019) sostiene que el auge de estos movimientos es, en esencia, una respuesta a las consecuencias sociales de la globalización y el multiculturalismo. Por otro lado, Dani Rodrik (2017) argumenta que la globalización ha perjudicado a ciertos sectores de la población, generando desigualdades económicas y sociales que, en vez de fortalecer alternativas progresistas, han empujado a muchos votantes hacia opciones políticas extremas que prometen restaurar el orden y la estabilidad en un mundo cada vez más fragmentado.

Aquí es donde entra en juego el miedo a la incertidumbre. Como señala Zygmunt Bauman (2006), la incertidumbre económica y social genera una sensación de desprotección que es fácilmente capitalizada por discursos políticos que prometen restaurar el orden. En tiempos de crisis, la idea de que el mundo está cambiando demasiado rápido—y no precisamente en beneficio de todos—hace que muchas personas busquen refugio en narrativas que ofrezcan seguridad y estabilidad. En esta línea, Jost (2003) argumenta que la atracción por la ultraderecha se vincula con una mayor necesidad psicológica de certeza, orden y control. Cuando las instituciones tradicionales parecen tambalearse y los valores de antaño son desafiados, el retorno a liderazgos fuertes y a visiones conservadoras de la sociedad se convierte en una opción atractiva. A esto se suma el miedo a la pérdida de identidad nacional, un temor que Eatwell & Goodwin (2018) identifican como un motor clave en la movilización ultraconservadora. La percepción de que las raíces culturales y religiosas están siendo amenazadas impulsa a ciertos sectores a abrazar discursos que reivindican una vuelta a los “valores tradicionales”, ya sea en la política o en la religión.

En este sentido, otro elemento clave en el auge de la ultraderecha es el rechazo al discurso progresista. Lilla (2017) sostiene que la izquierda ha perdido cohesión al centrarse excesivamente en las políticas de identidad, priorizando la representación de grupos específicos en lugar de construir un discurso universalista. Para muchos sectores sociales, esto ha significado una desconexión con la política progresista, percibida como elitista y preocupada por agendas que no siempre responden a las necesidades materiales de la mayoría. A esto se suma lo que Arlie Hochschild (2016) describe como un “resentimiento cultural” de ciertos sectores hacia el progresismo. En su investigación sobre los votantes de derecha en Estados Unidos, encontró que muchas personas sienten que su estilo de vida y valores han sido ridiculizados o desplazados por una nueva élite progresista. Este sentimiento de exclusión ha sido hábilmente canalizado por la ultraderecha, que se presenta como la única fuerza dispuesta a defender los valores tradicionales frente al avance de lo que perciben como una corrección política asfixiante.

Si la política global ha mostrado un péndulo que oscila entre la apertura progresista y el repliegue conservador, no es descabellado pensar que la Iglesia católica pueda experimentar una dinámica similar en la elección del próximo pontífice. El liderazgo de Francisco, con su énfasis en la justicia social, la sinodalidad y la apertura pastoral, transformó el rostro de la Iglesia en la última década, pero también generó resistencia en sectores que ven en estas reformas una desviación de la tradición. Si el ascenso de la ultraderecha en el mundo ha sido una reacción al miedo, la incertidumbre y la fragmentación del discurso progresista, es legítimo preguntarse si el cónclave reproducirá este mismo patrón, optando por un Papa que busque restaurar un orden más tradicional y contener los cambios impulsados en los últimos años. Así, más que una simple elección eclesial, el cónclave podría convertirse en un reflejo de las tensiones políticas y culturales que hoy atraviesan el mundo.

A diferencia de lo que sucede en las democracias del mundo, donde el giro político responde al voto popular, la elección del Papa no es un proceso abierto ni sujeto a las presiones electorales de la ciudadanía. En la Iglesia católica, la decisión recae exclusivamente en el Colegio Cardenalicio, un grupo reducido de prelados que tienen el derecho de votar en el cónclave. En teoría, esto le da a la Iglesia una estabilidad institucional que la protege de los vaivenes políticos inmediatos. Sin embargo, esto no significa que el proceso esté exento de estrategias de poder. De hecho, la principal herramienta con la que cuenta un pontífice para influir en la elección de su sucesor es la designación de cardenales a lo largo de su pontificado. Pues al nombrar a figuras que comparten su visión eclesial, un Papa busca asegurar que su legado continúe más allá de su tiempo en el trono de Pedro.

A lo largo de su pontificado, Francisco ha nombrado a más de la mitad de los miembros del Colegio Cardenalicio, más aún, 4 de cada 5 de los cardenales con derecho a voto en el cónclave han sido designados por él, lo que en teoría podría inclinar la balanza hacia un candidato afín a su visión de Iglesia. En el caso de Francisco, sus opositores más visibles, como Raymond Leo Burke y Robert Sarah, fueron nombrados cardenales por Benedicto XVI, lo que refuerza esta idea. Sin embargo, también hay casos como el de Gerhard Ludwig Müller, designado por el propio Francisco, quien con el tiempo se convirtió en una de las voces más críticas de su pontificado.

Además, no puede asumirse una uniformidad absoluta entre los cardenales creados por Francisco. A lo largo de su pontificado, muchos de ellos han mostrado posturas divergentes respecto a algunas de sus reformas clave, particularmente en materia de justicia social y apertura pastoral. Aunque han sido parte de su proyecto, no todos han abrazado con el mismo fervor sus llamados a una Iglesia más comprometida con los pobres, el medioambiente o la acogida de comunidades tradicionalmente marginadas. En este sentido, el cónclave no está definido de antemano, y la posibilidad de un giro conservador sigue siendo una incógnita abierta.

Además, se ha tendido a interpretar la apertura del Colegio cardenalicio hacia regiones periféricas como un indicio de que el próximo pontífice continuará con la línea de Francisco. La lógica detrás de esta suposición es que, tal y como sucedió en el Concilio Vaticano II, los cardenales provenientes de contextos más afectados por la pobreza, la exclusión y las desigualdades estructurales tenderían a mantener una visión cercana a la justicia social y al compromiso con los más vulnerables, tal como lo ha promovido Francisco en su pontificado.

En términos numéricos, el Colegio cardenalicio ha experimentado un cambio significativo bajo su liderazgo. Actualmente, de los 138 cardenales electores, solo 54 son europeos, lo que representa una ruptura con la tradición eurocéntrica que dominó la Iglesia durante siglos. El resto de los cardenales provienen en mayor medida de Asia, África y América Latina, regiones que anteriormente tenían una representación mucho más limitada en el cónclave. En este sentido, el perfil de quienes votarán por el próximo Papa parece reflejar una Iglesia más global y descentralizada.

No obstante, esta diversificación geográfica no implica necesariamente una inclinación hacia posturas progresistas. La historia reciente ha demostrado que muchos líderes eclesiásticos de regiones periféricas pueden estar comprometidos con la justicia social y la defensa de los más pobres, pero al mismo tiempo sostener visiones sumamente conservadoras en materia de moral sexual y de género.

Este fenómeno no es nuevo ni exclusivo del catolicismo. En el caso de la Iglesia, el discurso contra los derechos sexuales y reproductivos ha sido más consistente y estructurado que el discurso sobre la justicia social, lo que ha permitido que incluso algunos de los prelados más comprometidos con las causas sociales sostengan posiciones intransigentes en temas de género y sexualidad. Además, hay muchos que dudan en defender sin titubeos los derechos de los migrantes, la justicia económica y la protección del medioambiente. En este contexto, aunque el próximo cónclave estará compuesto por cardenales de una Iglesia más diversa, esto no significa que la elección de un sucesor implique la continuación automática del enfoque pastoral de Francisco. La tensión entre justicia social y moral sexual sigue siendo una de las fracturas más profundas dentro del catolicismo contemporáneo, y el futuro del papado dependerá de qué lado de esa balanza se incline el próximo pontífice.

El futuro de la Iglesia es, por ahora, una gran incógnita. Aunque el próximo cónclave definirá el rumbo del catolicismo en los años venideros, lo que es seguro es que la polarización dentro de la Iglesia —tanto entre los fieles como en la jerarquía— no desaparecerá. Las tensiones entre apertura y restauración, entre justicia social y tradición, seguirán marcando el debate eclesial. Por ello, vale la pena estar atentos a lo que sigue: la elección del nuevo pontífice no solo revelará hacia dónde se inclina el Colegio cardenalicio, sino que también servirá como un termómetro de las luchas internas que definirán el rostro del catolicismo en el siglo XXI.

Referencias

Bauman, Z. (2007). Miedo líquido: La sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona: Paidós.

Eatwell, R., & Goodwin, M. (2018). National Populism: The Revolt Against Liberal Democracy. London: Pelican Books.

Hochschild, A. R. (2016). Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right. New York: The New Press.

Jost, J. T., Glaser, J., Kruglanski, A. W., & Sulloway, F. J. (2003). Political conservatism as motivated social cognition. Psychological Bulletin, 129(3), 339–375.

Lilla, M. (2017). The Once and Future Liberal: After Identity Politics. New York: Harper.

Mudde, C. (2019). The Far Right Today. Cambridge: Polity Press.

Rodrik, D. (2017). Straight Talk on Trade: Ideas for a Sane World Economy. Princeton: Princeton University Press.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *