María del Pilar Hernández Gonzalez
La Guerra Civil de Siria
A diferencia del caso iraní, el caso que se abordará con relación a Siria, cuenta con particularidades sumamente interesantes: ocurrió en pleno siglo XXI, lo que probablemente la convierte en el conflicto sectario más reciente. El origen de esta guerra lo encontramos en las protestas pacíficas en el contexto de la Primavera Árabe, cuando los ciudadanos sirios demandaron reformas políticas, sociales y económicas al régimen autoritario de Bashar al-Assad. No obstante, la respuesta violenta del gobierno contra los manifestantes escaló rápidamente en un conflicto armado que involucró no solo a actores internos, sino también a potencias extranjeras con intereses estratégicos en la región. A medida que el conflicto avanzaba, la lucha se fue polarizando, y uno de los elementos más relevantes fue la importancia de la división sectaria entre suníes y chiíes.
La guerra civil siria se transformó en un campo de batalla para la rivalidad histórica entre las potencias suníes y chiíes, con Siria como uno de los principales focos de tensión. El régimen de Bashar al-Assad, de orientación alauí (una rama del chiísmo), se apoyó en gran medida en Irán y sus aliados, incluidos los grupos chiíes como Hezbollah. Por otro lado, los rebeldes, compuestos en su mayoría por fuerzas suníes, recibieron apoyo de países como Arabia Saudita, Qatar y Turquía, que querían frenar la expansión de la influencia chií en la región. Este conflicto sectario se intensificó cuando el Estado Islámico, un grupo extremista suní, aprovechó el vacío de poder y la inestabilidad para tomar control de grandes áreas del país, exacerbando aún más las tensiones entre las comunidades suníes y chiíes.
A medida que la guerra se prolongaba, las lealtades sectarias se entrelazaron con los intereses geopolíticos, y la lucha por la supremacía en la región se convirtió en un enfrentamiento directo entre las potencias suníes y chiíes. Mientras las fuerzas del gobierno de Assad recibían apoyo militar y político de Irán y Rusia, los rebeldes suníes y grupos extremistas recibían respaldo de potencias regionales como Arabia Saudita y Turquía. Esta dinámica sectaria no solo definió las líneas de batalla, sino que también llevó a un endurecimiento de las divisiones sociales dentro de Siria. Al final, el conflicto dejó cicatrices profundas en la sociedad siria, con desplazamientos masivos y una profunda fractura sectaria que difícilmente podrá ser superada en un futuro próximo.
La situación de los musulmanes suníes en Siria
Una minoría chiíta, específicamente la rama alauí del Islam, gobierna Siria desde 1970, cuando Hafez al-Assad, el padre de Bashar al-Assad, tomó el poder mediante un golpe de estado. Los alauíes son una secta chií que constituye alrededor del 12% de la población siria, pero a pesar de su número relativamente pequeño, han logrado mantener el control del Estado sirio durante más de medio siglo.
Al vivir en un sistema político donde el poder estaba concentrado en manos de una minoría chiíta, los musulmanes suníes tenían tensiones constantes con sus gobernantes chiítas, aunque estas lograban ser contenidas en los años previos a la guerra. El régimen de los Assad se basaba en una estructura política autoritaria que mantenía el control a través de una red de clientelismo y lealtades sectarias, utilizando a las comunidades alauíes, chiíes y otras minorías como una base de apoyo leal, lo que dejaba a los suníes en una posición política compleja.
Los suníes sirios no gozaban del mismo nivel de influencia y poder político que las élites alauitas, aunque sí estaban representados en diversos ámbitos de la sociedad, incluyendo en el ejército, los negocios y las clases medias. Esta “representación” no era suficiente, ya que las oportunidades para ascender en la estructura del poder central o en cargos de alto nivel en el gobierno eran limitadas para los suníes, debido a la preferencia del régimen por reclutar y promover a miembros de las minorías chiítas, particularmente los alauitas. Esto generó una sensación de desventaja para los suníes en términos de poder político, aunque el régimen trataba de mantener una cierta estabilidad mediante un sistema de cooptación que, en general, mantenía el equilibrio en las relaciones interconfesionales.
Algo curioso es que, a pesar de los diversos obstáculos que enfrentaban, el régimen chiíta traía un nivel parcial de benevolencia para la población suní. Los suníes se beneficiaban en cierta medida de la estabilidad que brindaba el régimen de los Assad, especialmente en áreas urbanas como Damasco y Alepo, donde se concentraban grandes sectores de la población suní, sin embargo, la concentración del poder económico en manos de aliados del régimen, incluidos muchos alauitas, y la represión de cualquier oposición política, afectaban a la mayoría suní, que en su mayoría se encontraba en sectores más humildes de la sociedad.
Si bien los suníes no enfrentaban persecuciones sistemáticas como grupo, la falta de acceso equitativo a los recursos y el poder político generaban tensiones latentes. Además, el hecho de vivir en un Estado de confesionalidad chiíta, donde el régimen promovía una identidad política y religiosa basada en la defensa de las minorías y en la idea de una Siria plural bajo la tutela del liderazgo alauí, provocaba que muchos suníes sintieran que su identidad y sus intereses estaban siendo subordinados a un sistema que favorecía a una minoría sectaria, lo que creó las condiciones perfectas para la disidencia que finalmente estalló con las protestas de 2011.
El apoyo extranjero a la población suní como catalizador de la guerra civil
Queda claro que el apoyo extranjero, particularmente de países suníes como Arabia Saudita, Qatar y Turquía, jugó un papel crucial en la escalada de la guerra civil en Siria, transformando un conflicto inicialmente interno en una guerra por poderes con implicaciones regionales e internacionales. Desde el inicio de las protestas en 2011, cuando los sirios se levantaron contra el régimen de Bashar al-Assad, muchos de los grupos opositores al régimen eran en su mayoría de población suní. Al ver las protestas como una oportunidad para debilitar a un régimen chií-alauí que históricamente había sido aliado de Irán y Rusia, los países suníes decidieron apoyar a los opositores, tanto a nivel diplomático como material. Este apoyo se extendió a los rebeldes y milicias suníes, que recibieron armas, entrenamiento y financiación, lo que les permitió desafiar al régimen de Assad y dar lugar a una guerra prolongada.
Arabia Saudita, en particular, vio la guerra como un medio para frenar la creciente influencia de Irán, que había estado ganando terreno en la región, especialmente con su apoyo al régimen de Assad, un miembro clave del denominado “Eje de Resistencia” chií. Desde el punto de vista saudí, el derrocamiento del régimen de Assad representaba no solo la derrota de un aliado de Irán, sino también un golpe directo a la expansión del Islam chií en el Medio Oriente. En consecuencia, Arabia Saudita comenzó a financiar a las facciones rebeldes suníes, especialmente a aquellas que compartían una orientación islamista (extremista). Este apoyo incluyó el envío de armamento, dinero y el suministro de recursos a grupos como Ahrar al-Sham (Movimiento Islámico de los Hombres Libres del Levante) y el Ejército Libre Sirio. Al mismo tiempo, Qatar y Turquía también suministraron apoyo político y material, promoviendo la caída del régimen de Assad a través de la presión diplomática y la provisión de armas a los opositores.
Este apoyo extranjero exacerbó las tensiones sectarias, que ya estaban presentes debido a la naturaleza confesional del conflicto. Los países suníes no solo suministraron recursos materiales, sino que también intensificaron la narrativa sectaria al alinear sus intereses con la lucha suní contra un régimen chií, lo que promovió la polarización religiosa. Los rebeldes, muchos de los cuales eran islamistas suníes, comenzaron a ver la guerra como una batalla no solo contra el régimen de Assad, sino también contra la influencia de Irán y sus aliados chiíes en la región. Esto ayudó a radicalizar a los combatientes, lo que a su vez propició la aparición de grupos extremistas como el Estado Islámico, que se aprovechó del caos para expandir su territorio y dar una dimensión global al conflicto.
La intervención extranjera suní también atrajo el apoyo de otros actores internacionales, provenientes de Occidente, como Estados Unidos. Si bien, este último, no estaba involucrado directamente al inicio de la guerra, comenzó a ver en esta una oportunidad para debilitar a Irán y a sus aliados en Siria. Así, el conflicto pasó de ser una lucha interna en Siria a convertirse en una guerra por poderes, donde la rivalidad entre suníes y chiíes en el Medio Oriente se proyectaba en el campo de batalla sirio.
La intervención extranjera, al intensificar la polarización sectaria, contribuyó a prolongar el conflicto, dificultando cualquier posibilidad de resolución pacífica y convirtiendo a Siria en el epicentro de una lucha regional que todavía tiene repercusiones en la política del Medio Oriente. Se estima que “El conflicto ha matado a más de 350,000 personas y ha provocado el desplazamiento de la mitad de la población siria.” (Loft et al., 2023, p. 2)
Entonces… ¿Qué tanto importa la confesionalidad de un Estado en su política exterior?
Mucho. La confesionalidad de un Estado juega un papel crucial en su política exterior, especialmente en los países árabes donde la religión no solo es una cuestión cultural, sino también un marco ideológico que moldea las decisiones diplomáticas y estratégicas. Los casos de Irán y Siria son ejemplos paradigmáticos que muestran cómo las afiliaciones religiosas influyen en la formación de alianzas y en el surgimiento de conflictos, pero también revelan límites y contradicciones en la hipótesis de que la confesionalidad estatal es un factor determinante en las relaciones internacionales.
En el caso de Irán, podemos ver como la Revolución Islámica de 1979 marcó un giro radical en la política exterior del país; esta política se basa en la expansión del chiísmo y en la confrontación con las monarquías sunitas de la región. Este enfoque transformó a Irán en un líder del islam chiíta, apoyando movimientos afines como Hezbollah en el Líbano y las milicias hutíes en Yemen. Este “activismo”, por parte de Irán, no solo fortaleció la identidad chiíta a nivel regional, sino que también intensificó las tensiones sectarias con países de mayoría sunita como Arabia Saudita, que buscaban frenar la influencia iraní. Así, la confesionalidad no solo definió la política exterior de Irán, sino que se convirtió en una herramienta de proyección de poder y resistencia contra lo que percibía como hegemonías occidentales y suníes.
Por otro lado, la Guerra Civil en Siria mostró cómo las lealtades sectarias pueden amplificar un conflicto interno y transformarlo en una guerra por poderes. El régimen de Bashar al-Assad, de orientación alauí, recibió apoyo de Irán y Hezbollah, mientras que los rebeldes suníes fueron respaldados por potencias regionales suníes como Arabia Saudita, Qatar y Turquía. Este conflicto evidenció cómo las alianzas se construyen con base en afinidades religiosas, pero también cómo estas pueden ser utilizadas estratégicamente por actores externos para avanzar sus propios intereses geopolíticos. En este caso, la confesionalidad se entrelazó con motivaciones políticas y económicas, demostrando que no siempre opera de forma aislada.
A pesar de su relevancia, la hipótesis de que la confesionalidad estatal es el principal factor que determina las políticas exteriores tiene sus límites y contradicciones. No todos los Estados árabes confesionales actúan de manera uniforme; por ejemplo, Jordania y Túnez, con sistemas más seculares, adoptan políticas exteriores que no siempre reflejan un marco religioso. Además, en muchos casos, intereses geopolíticos, como el control de recursos o la seguridad, prevalecen sobre las consideraciones religiosas. Incluso dentro de un mismo bloque confesional, como los países sunitas, existen tensiones internas que limitan su capacidad para actuar como un frente unificado.
Entonces, ¿qué tanto importa la confesionalidad de un Estado en su política exterior? Si bien es un factor significativo, especialmente en contextos donde las identidades religiosas están profundamente politizadas, no es el único determinante. La interacción entre religión, geopolítica y economía crea una dinámica compleja en la que la confesionalidad puede ser tanto un motor de alianzas como una fuente de conflicto. Reconocer estos matices es fundamental para entender las relaciones internacionales de los Estados árabes y para plantear soluciones a los desafíos que enfrentan, como la construcción de alianzas más inclusivas y la mitigación de tensiones sectarias.
Conclusiones
A lo largo de su historia, las divisiones sectarias han marcado la política del Medio Oriente, por ende, resulta inevitable reconocer que la relación entre suníes y chiíes ha sido, en muchos casos, una fuente de tensiones y conflictos. Estas diferencias teológicas e históricas han trascendido las fronteras de los Estados, influyendo en sus políticas exteriores y moldeando alianzas y rivalidades. La confesionalidad estatal ha actuado como un catalizador tanto para la construcción de vínculos estratégicos entre países afines como para el surgimiento de disputas que perpetúan la inestabilidad en la región. A pesar de esto, si las naciones musulmanas y sus líderes decidieran enfocar su atención en aquello que las une, el panorama podría ser radicalmente diferente.
Suníes y chiíes comparten un fundamento común: su fe en el Islam y su devoción al mismo Dios, Alá. Ambos honran al Profeta Mahoma como el mensajero divino y consideran el Corán como su guía suprema. Estas bases, que representan el corazón de su fe, tienen un potencial unificador que, lamentablemente, a menudo se ve opacado por los desacuerdos históricos. Si estas comunidades se tomaran el tiempo para reflexionar sobre sus similitudes y valorar la riqueza espiritual que comparten, podrían sentar las bases para un diálogo interreligioso que trascienda las diferencias y fomente la paz. Al final del día, es difícil imaginar que el Profeta Mahoma, quien predicó la unidad entre los creyentes, aprobaría las luchas fratricidas que hoy dividen a su umma (comunidad).
Desde la perspectiva de la política exterior, este cambio de enfoque podría tener implicaciones profundas. La diplomacia religiosa, en lugar de ser un instrumento para consolidar bloques sectarios o avivar rivalidades, podría transformarse en un medio para construir puentes entre las naciones. Un esfuerzo conjunto de las potencias musulmanas, basado en principios de respeto mutuo y amor a Dios, podría mitigar conflictos como los de Siria y Yemen, donde las tensiones sectarias han alimentado ciclos de violencia devastadores. Además, este espíritu de unidad podría fortalecer las alianzas estratégicas no desde la rivalidad, sino desde la cooperación, creando un bloque musulmán que promueva la justicia, la estabilidad y el desarrollo en la región y más allá.
Cabe mencionar que el unir a la comunidad musulmana no significa ignorar las diferencias que hay dentro de ella, sino abordarlas con humildad y apertura, reconociendo que la diversidad es una manifestación de la voluntad divina. Enfocarse en el amor compartido por Alá y en el mensaje del Profeta Mahoma podría ser el primer paso hacia una reconciliación histórica. Si suníes y chiíes logran superar las barreras que los separan, no solo calmarían las tensiones sectarias, sino que también demostrarían al mundo el poder transformador de la fe en acción. La unión de los musulmanes, guiada por el amor y la comprensión, podría ser un faro de esperanza en un tiempo que tanto lo necesita.
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