Abraham Hawley Suárez[1]
Una visión aséptica de la metodología de la investigación nos diría que los conceptos son construcciones mentales —alejadas, por tanto, en menor o mayor medida, de la experiencia perceptiva—. Mediante ellos, los investigadores abstraen (reducen) un conjunto de rasgos que presuponen como comunes al fenómeno que desean representar (McKinney, 1968, pp. 20–22). Bajo esta visión, definir un concepto implica un acto de categorización en el que se establecen límites sobre el sector de la realidad al que se puede aplicar el término.
En este sentido, la potencia analítica de una definición puede testearse en función de dos cualidades: 1) que los atributos que estipula generen una categoría excluyente —es decir, los puntos de corte establecidos por el concepto indican con claridad qué casos u observaciones empíricas caen dentro de su ámbito de aplicación y cuáles lo exceden—; 2) que esos mismos rasgos son conjuntamente exhaustivos —esto es, la definición incluye todas las características esenciales del fenómeno de interés—.
Satisfacer estos criterios no es un reto menor. En el caso de la noción de religión, algunas definiciones han gozado de amplia popularidad porque parecen abarcar con justeza lo que en Occidente se entiende por dicho “fenómeno”. Tal es el caso de la propuesta de Émile Durkheim, un pensador positivista que otorgó especial atención a cuestiones de método como las hasta ahora mencionadas. Para este autor, la religión es un “sistema solidario de creencias y de prácticas relativas a las cosas sagradas, es decir, separadas, interdictas, creencias y prácticas que unen en una misma comunidad moral, llamada Iglesia, a todos aquellos que se adhieren a ella” (traducido de Durkheim, 1968, p. 51).
Esta comprensión de la religión se alejó de otros abordajes —como los de Max Müller y Herbert Spencer, o los de Edward B. Tylor y James Frazer— que veían en lo sobrenatural o en lo divino y lo espiritual, el aspecto esencial de la religión (pp. 22-27). En contraste con estas conceptualizaciones, Durkheim centró su atención en la distinción entre lo sagrado y lo profano —dos dimensiones de la realidad que todo lo abarcan pero que son esencialmente opuestas—, así como en el carácter social que se desprende de la noción de iglesia.
De esta manera, el sociólogo francés generó una definición bastante amplia como para incluir tradiciones a las que se les había negado su estatus de religión —como el budismo (pp. 28-31)—. Al mismo tiempo, su concepto también fue lo suficientemente restrictivo como para distinguir a la religión de otros fenómenos similares como la magia (pp. 39-42). Dicho de otro modo, el concepto de Durkheim parece atender con relativo éxito los criterios de exhaustividad y de exclusión previamente explicados.
Parecería, entonces, que los investigadores del campo de los estudios religiosos encontrarían en esta clásica definición suficientes controles metodológicos como para aplicarla a su fenómeno de interés sin mayor preocupación. No obstante, cabe preguntarse si estos criterios de la lógica de la investigación en ciencias sociales agotan los mecanismos de evaluación de las herramientas con las que construimos nuestros objetos de estudio. Al respecto, puede resultar esclarecedor un apunte de Bourdieu, Chambordeon y Passeron (2008, p. 18) sobre las exigencias críticas de una vigilancia epistemológica. En consideración de estos autores, ninguna tarea de supervisión del trabajo científico está completa si no incluye el análisis de las condiciones sociales en las que se produce dicha obra.
Pocas afirmaciones pueden tener más pertinencia para un concepto como el de religión. Intentos por definir esta noción —como el que recién revisamos— parecen asumir que en la realidad empírica existe una sustancia universal, presente en todos los contextos geográficos y temporales, a la que puede aplicarsele la etiqueta de religión.[2] En oposición crítica a esta perspectiva, un conjunto de autores con abordajes genealógicos e históricos han centrado su atención en las distorsiones que el concepto de religión impone dado el contexto en el que emergió.
Jonathan Z. Smith (1998), por ejemplo, documenta cómo —pese a tener antecedentes en Roma y los primeros siglos del cristianismo— fue hasta el siglo XVI que se comenzó a establecer un significado religión más cercano al que hoy en día usamos. Invocando ejemplos que van desde las descripciones etnográficas de los conquistadores en América hasta algunas de las definiciones académicas más influyentes del siglo XX, lo que este autor busca señalar es que la noción de religión no es una categoría nativa sino un término de segundo orden impuesto del exterior —que, de hecho, nació con sesgos occidentales, colonialistas, cristianos y evolutivos—.
De manera más explícita, Daniel Dubuisson (2003, p. 39) argumenta que el concepto de religión es una construcción de Occidente. Esta noción ha sido central para la formación de la identidad, y del universo de valores y representaciones de esta civilización. Su poder es tal que ha influido nuestra manera de pensar y representar el mundo, con lo cual ha facilitado la expansión y el mantenimiento del dominio de este proyecto civilizatorio. El concepto de religión, que pretende mostrarse como un dominio distintivo y evidente en la realidad empírica, agrupa en realidad una colección de atributos dispares propios del cristianismo occidental —teología, creencias, sacerdocio y ritual— que no se presentan en otras culturas y tradiciones —o al menos no como un dominio homogéneo y separado de otras esferas (pp. 27-28)—.
Por su parte, Talal Asad (1993) ofrece pistas sobre cómo los esfuerzos por establecer a la religión como un ámbito autónomo de la realidad son parte de una historia de poder y de conocimiento (p. 129). Fue una conceptualización cognitivista que identifica y restringe a la religión al ámbito de las creencias y del culto, y que la desliga de las prácticas sociales de disciplina y de autoridad (pp. 119-120), la que facilitó que el proyecto de la modernidad occidental pudiera erigir como norma la separación de la religión y de la política (p. 116). Observando que la estipulación de los elementos constituyentes del concepto de religión es producto de relaciones históricas específicas y que el concepto en sí mismo surge de procesos discursivos, Asad considera que es imposible que exista una definición universal de religión (p. 116).[3]
¿Qué alternativas le quedan entonces a los Estudios Religiosos, un campo de conocimiento que —según Smith (1998, pp. 281–282)— ha establecido su horizonte disciplinar sobre la base de este concepto?[4] Una primera opción es la de seguir imponiendo esta categoría a diferentes parcelas de la realidad, a sabiendas de que nuestro molde será excedido por otras religiones distintas a la cristiana. El riesgo potencial —que ha sido bien documentado por autores como John P. Burris (2001)— no es solo que se excluya del ámbito de dominio del concepto a todo aquello que se aleje de las representaciones occidentales, sino, sobre todo, que se participe de proyectos de conocimiento y de poder colonialistas.
Otra posibilidad radica en relativizar el término a través de la ampliación de la colección de atributos que lo conforman recabando información de tradiciones religiosas distintas a la cristiana. También puede emplearse el concepto para analizar casos que no serían convencionalmente considerados cercanos al ámbito de la religión.[5] Una visión preocupada por la adecuación de las definiciones, como la de Giovanni Sartori (1994), advertiría sobre los riesgos de un alargamiento de conceptos como el que suponen estas dos últimas alternativas. Cuando se extiende la lista de atributos de una definición puede que el concepto pierda su capacidad para elaborar una diferenciación propicia en torno a casos similares, pero con rasgos distintivos. En otras palabras, un término que todo lo abarca pierde utilidad analítica.
Parecería, entonces, que nos encontramos en un impasse. No obtante, este aparente punto muerto puede estar asociado a la manera como estamos postulando la cuestión de origen. En lugar de preguntar —en un sentido analítico que descompone la realidad en elementos distinguibles— para qué nos sirve a los investigadores el concepto de religión, podemos plantearnos para qué ha servido el mismo término, en un sentido histórico y político.
Si, como Dubuisson (2003) sostiene, el concepto de religión ha sido central para la consolidación del proyecto civilizatorio de Occidente, dar cuenta de la segunda pregunta no es un aporte menor. Al contrario, coloca a los Estudios Religiosos ante un cuestionamiento de suma relevancia para las ciencias sociales y las humanidades. No solo porque nos permite entender y rastrear la genealogía del momento histórico en el que vivimos, sino porque nos lleva a reflexionar sobre cómo nosotros como académicos participamos de esta historia de conocimiento y de poder.
¿Qué implicaciones tiene investigar lo que investigamos cuando renunciamos a la vigilancia epistemológica de nuestras categorías más básicas de análisis? ¿Qué es lo que estamos entendiendo y construyendo como objeto de estudio cuando utilizamos el concepto de religión? —o cualquiera de sus “contrapartes” (mágico, secular, laico, científico)—. Si consideramos que nuestro objeto de estudio no es solo un objeto sino, las más de las veces, un otro, ¿cómo estamos construyendo a ese otro? Latente —o probablemente presente pero inadvertido— está el peligro de esencializar a ese otro como el enemigo natural de un proyecto civilizatorio.
[1] Maestro en Ciencia Social con especialidad en Sociología por El Colegio de México, y licenciado en Ciencias de la Comunicación con énfasis en Comunicación Política por la UNAM. Actualmente, estudia el doctorado en Religious Studies en University of California, Santa Barbara con auspicio de la beca Fulbright-García Robles. Entre sus principales intereses de investigación se encuentran la laicidad, las teorías sobre la secularización, el papel de las religiones en la esfera pública, y la sociología de la religión.
[2] (Durkheim (1968) reconoce en la introducción de Las formas elementales de la vida religiosa que su deseo por desarrollar esta obra nació de su interés en lo que consideraba un aspecto “fundamental y permanente” de la humanidad; a saber, su “naturaleza religiosa” (p. 13).
[3] De hecho, para evitar los sesgos colonialistas inherentes al concepto de religión, así como para combatir las visiones que presentan al Islam como una religión monolítica, Talal Asad (visto en Blankholm, 2022, pp. 246–247) propone la noción de tradición discursiva. Este concepto va más allá de las palabras y los significados, pues también incluye comportamientos corporales, sensibilidades y disposiciones afectivas.
[4] Smith plantea esta afirmación en referencia al campo de los Religious Studies tal como se ha constituido en Estados Unidos. Sin embargo, la reflexión bien puede ampliarse a cualquier investigación de lo religioso proveniente de otras disciplinas.
[5] Al respecto, me parecen ilustrativos los trabajos de Kathryn Lofton, Oprah. The Gospel o fan Icon (2011), y Consuming Religion (2017).
Referencias
Asad, T. (1993). The Construction of Religion as an Anthropological Category. In Genealogies of religion: Discipline and reasons of power in Christianity and Islam (pp. 115–132). Johns Hopkins University Press.
Blankholm, J. (2022). The Secular Paradox: On the Religiosity of the Not Religious. Manuscript (to be published by New York University Press).
Bourdieu, P., Chamboredon, J.-C., & Passeron, J.-C. (2008). El oficio de sociólogo. Siglo veintiuno.
Burris, J. P. (2001). Exhibiting religion: Colonialism and spectacle at international expositions, 1851-1893. University Press of Virginia.
Dubuisson, D. (2003). The western construction of religion: Myths, knowledge, and ideology. Johns Hopkins University Press.
Durkheim, É. (1968). Livre I : Questions préliminaires. In Jean-Marie Tremblay (Ed.), Les Formes Élémentaires de la Vie Religieuse. Les Presses universitaires de France. http://classiques.uqac.ca/classiques/Durkheim_emile/formes_vie_religieuse/formes_vie_religieuse.html
Lofton, K. (2011). Oprah: The gospel of an icon. University of California Press.
Lofton, K. (2017). Consuming religion. The University of Chicago Press.
McKinney, J. (1968). Tipología constructiva y teoría social. Amorrortu.
Sartori, G. (1994). Comparación y método comparativo. In G. Sartori & L. Morlino, La comparación en las ciencias sociales (pp. 29–49). Alianza Editorial. Smith, J. Z. (1998). Religion, Religions, Religious. In M. C. Taylor (Ed.), Critical terms for religious studies. University of Chicago Press.