Elizabeth Villanueva Jurado
Las últimas décadas del siglo XX estuvieron marcados por apremiantes procesos de globalización y regionalización, que en Europa se concretó sobre todo a través de la integración política y económica de la Unión Europea (UE). Sin embargo, en los últimos años, la estabilidad de las instituciones europeas comenzó a ponerse en duda, algo que llevó a que el 23 de junio de 2016 el Reino Unido de la Gran Bretaña e Irlanda del Norte realizara un referéndum en donde se decidió la salida de éste de la UE, en lo que se conocería como el Brexit. A pesar de que Escocia e Irlanda del Norte votaron por mantenerse dentro de la Unión, la decisión del gobierno británico fue absoluta: las cuatro naciones constitutivas del Reino Unido saldrían. Tanto para el gobierno irlandés como para el británico, en ese momento Irlanda del Norte se convirtió en un tema central, pues el Brexit podía socavar todos los esfuerzos de paz que se desarrollaron durante las últimas décadas, después de que el territorio norirlandés sufriera durante 30 años el segundo conflicto más sangriento en la Europa de la posguerra, sólo superado por Yugoslavia.
Uno de los aspectos más complejos en este conflicto es que, a pesar de que era fundamentalmente un conflicto económico y político, la cuestión étnico-religiosa se utilizó como el gran elemento legitimador. Los irlandeses, mayoritariamente católicos, se vieron enfrentados con los británicos, predominantemente protestantes. Ante la creación de Irlanda del Norte, esta división religiosa se convirtió en una marca identitaria fundamental para el desarrollo de la vida social, sobre todo en las grandes ciudades del país: cada comunidad mantenía una estrecha red de relaciones que les dotaban de ciertos privilegios o se los negaban. Debido al control político y económico de los protestantes en Irlanda del Norte, los católicos eran considerados ciudadanos de segunda clase y una amenaza intrínseca al Estado, lo que llevaba a la existencia de una violencia estructural y una discriminación institucionalizada que con el tiempo estallaría como violencia directa.
Esta situación de separación generó tensiones muy importantes, que llevaron en 1969 a lo que se conoce con el nombre coloquial de The Troubles o “Los Problemas”, en donde el Ejército Republicano Irlandés Provisional (IRA provisional, por sus siglas en inglés) y otros grupos pro-unificación irlandesa se enfrentaron a grupos paramilitares probritánicos y a la milicia británica misma, dejando grandes saldos de muertos y heridos durante casi 30 años. No fue hasta 1997 que comenzaron las negociaciones de lo que en 1998 se convertiría en los Acuerdos de Belfast, o Acuerdos del Viernes Santo, en donde ambas partes acordaban un cese al fuego. De este modo se terminó, al menos en el papel, con el conflicto. No obstante, la separación de las comunidades católica y protestante continuó, tanto simbólica como materialmente.
Para las Relaciones Internacionales, la dimensión religiosa de la identidad muchas veces puede ser diluida dentro de la categoría de etnicidad, pero esto oscurece la comprensión sobre la dinámica que existe entre la religión y la política. La religión estructura un sistema de ideas y conceptos sobre el nosotros y el otro que lleva a la acción social; en algunos casos, la filiación religiosa determina el lugar del individuo en la estructura política y social. La realidad norirlandesa es un ejemplo perfecto de ello, en donde la identificación como protestante o como católico permea en todo aspecto de la vida pública, desde la selección de instituciones educativas hasta el empleo, las áreas de residencia y la elección de pareja y amistades.
Debido a que la vida social es practicada dentro de las divisiones creadas por las estructuras religiosas, los grupos no sólo se encuentran físicamente segregados sino que las categorizaciones y estereotipos que se generan derivan fundamentalmente de su filiación religiosa. Para las comunidades católica y protestante en el país, la distinción fundamental entre “nosotros” y “ellos” se refuerza a partir de la suspicacia mutua, la desconfianza y la hostilidad. Las identidades de ambos grupos se confrontan a través de estereotipar al contrario, así como estereotiparse a sí mismos, pues esto no sólo refuerza un sentido étnico de pertenencia, sino que contribuye a promover lazos políticos, sobre todo en un contexto de división social y espacial. El conflicto se ha enraizado en las vidas cotidianas de las comunidades, que afirman su identidad política a partir de la historia comunitaria, la esfera religiosa y la memoria.
La religión se convirtió en un marcador político tanto entre aquellos que activamente participan en actividades religiosas como entre aquellos que no lo hacen. Mitchell (2005) pone el ejemplo de una mujer entrevistada, Niamh, que refería que «la importancia del catolicismo para ella es que no es protestantismo». Se entiende, entonces, que la categoría de “católico” es socialmente relevante en su vida porque distingue al grupo con el que asocia un sentido de pertenencia y seguridad. Por eso mismo, cambiar de religión en Irlanda del Norte parece impensable. La membresía comunitaria está entrecruzada con la experiencia como miembro de un grupo religioso determinado, aunque no exista un seguimiento del contenido religioso.
Precisamente por esto, el conflicto en Irlanda del Norte muchas veces ha sido caracterizado como un conflicto religioso. En un sentido estricto, esto no es verdad. A pesar de que la filiación religiosa es mucho más alta en esta zona que en el resto del Reino Unido, la lucha entre católicos y protestantes no es una cuestión de creencias y prácticas religiosas, sino una de identidad política y social. Recordemos que, como capital social, la pertenencia a un grupo religioso juega un papel preponderante en el establecimiento de redes sociales, creando expectativas y sentimientos de confianza y reciprocidad. Esto fue utilizado como una forma de movilización social, pues aunque la comunidad católica no es radicalmente diferente de la comunidad protestante, en el imaginario colectivo se conciben como plenamente incompatibles.
Es por ello que una separación física entre Irlanda e Irlanda del Norte era impensable. El Brexit sólo pudo concluirse llegando al acuerdo de no imponer una frontera dura con Irlanda, manteniendo el territorio norirlandés como parte del mercado común de la Unión Europea y moviendo los controles fronterizos hacia el mar de Irlanda. Esto ha endurecido las posiciones “verdes” (pro-irlandesas) y “naranjas” (pro-británicas), y que estaba siendo explotado por líderes paramilitares para regresar a la violencia. Aun ahora, con una frontera suave y sin puntos fijos de revisión, han existido ataques a policías, bombas molotov, quema de banderas de la comunidad contraria en hogueras públicas, disturbios en torno al Soldado F (un veterano que enfrenta cargos por su participación en el Domingo Sangriento, una masacre por parte del ejército británico a protestantes pacíficos católicos), etc. Incluso, a principios de 2019 ya se reportó un ataque con coche bomba en Londonderry que se vinculó al Nuevo ERI y a las tensiones del Brexit.
No podemos evitar recalcar que la identidad étnico-religiosa continúa jugando un papel fundamental en esta coyuntura. La división católico/protestante se encuentra en el centro del debate público, pues para los unionistas protestantes es fundamental que la separación del Reino Unido frente a la Unión Europea no amenace su vínculo con Londres. Para los católicos republicanos, existe una lejana posibilidad de que una Irlanda unida (o cuando menos más alejada de Gran Bretaña) se consolide.
Referencias Mitchell, Claire (2005) “Behind the ethnic marker: religion and social identification in Northern Ireland” Sociology of Religion 1(66): 3-21.